Es muy probable que con este título lo primero que te venga a la cabeza es la última discusión entre tus hijos/as, o entre los primos/as o amigos/as por alguno de sus juguetes, e incluso que en este artículo puedas encontrar una solución eficaz a este problema tan frecuente en tu casa. Pues no, bueno quizás sí.

No voy a hablarte de ese conflicto en particular, voy a darte mi opinión (basada en el conocimiento actual de la neurociencia) sobre quién tiene realmente el problema.

Ante un problema ¿crees que actuarías igual si lo tienes tú que si piensas que ese mismo problema es de otra persona?

Parece que la respuesta es obvia. Cuando el problema es mío, soy responsable de la solución. Me veo en la necesidad de buscar, entre las alternativas posibles, aquella que más se ajuste a las circunstancias que me rodean. Sin embargo, si el problema es de la otra persona, mi papel pasa a ser el de observador, quizás es de apoyo o ayuda en la solución pero, claro está, desde las circunstancias de la otro persona.

¿Qué ocurre cuando estamos hablando de la relación con nuestros/as hijos/as?

Parece que no nos cuestionamos de quién es el problema en cada momento, y me arriesgo a decir que, en la mayoría de los casos, madres y padres atribuimos erróneamente el problema y, por tanto, también la solución. Veamos algunos ejemplos:

“Recoge la habitación”, “Ponte el pijama”, “No corráis por casa”, “No saltes en el sillón”, etc.

En todas estas situaciones, el/la niño/a no tiene ningún problema. Puede continuar con sus actividades independientemente de cómo esté su habitación o tenga aún la ropa del colegio y, por supuesto, es sumamente divertido jugar a quién coge a quién incluso por encima de los sillones o las camas. ¿Recuerdas algo parecido de cuando eras pequeño/a?

En estos ejemplos ¿quién tiene el problema?

El padre o la madre. No quiero decir con esto que debas aceptar todas las conductas de tus hijos/as, por supuesto que no. Si para ti es una “línea roja” que salten en el sillón, no vas a permitir que ocurra. La diferencia es cómo actuamos frente a eso. Si soy consciente de que el problema es mío, la respuesta ante ese comportamiento de mi hijo/a será desde mis necesidades reconociendo las suyas.

Una posible respuesta sería: “Para mí es muy importante cuidar las cosas de casa, si saltáis en el sillón se estropea. No quiero que saltéis ahí. Si queréis correr, podéis hacerlo en el garaje, o podemos ir a la calle y allí corréis o saltáis lo que queráis”. Me dirijo a ellos/as desde mi necesidad, y les doy alternativas para satisfacer las suyas. En ocasiones no podemos salir, las alternativas pueden ser otros juegos, debemos echar mano de la creatividad o darles la oportunidad para que elijan entre distintas opciones.

Si mi respuesta la doy haciendo responsable a mi hijo o hija de mi enfado por aquello que ha hecho o dejado de hacer, lo más probable es que le grite, le castigue y me dirija a él/ella con una comunicación bastante violenta usando el reproche o la amenaza. Lo cierto es que puedo conseguir así que me obedezca en ese momento por miedo a un castigo, pero la respuesta emocional que les provoco está bastante lejos de lo que deseo y raras veces mejoran su conducta los días siguientes.

Veamos ahora otros ejemplos:

“Mamá, Roberto no me ha invitado a su cumpleaños”, “Mi hermana me ha pegado”, “Este pantalón no me gusta”, “Quiero llegar hoy a las 12 de la noche”, etc.

En estos ejemplos, el problema claramente es del hijo o la hija y, por tanto, no deberíamos encargarnos padres y madres de solucionarlos.

Por supuesto que estamos ahí para entender cuál es la necesidad que subyace y nuestro papel puede ser el de ayudar a buscar una alternativa o negociar una solución. Vaya por delante que no estamos diciendo tampoco en estos casos, que se ceda ante las peticiones de nuestros/as hijos/as.

Seguimos recurriendo a las “líneas rojas”, son límites que no pueden sobrepasar y que variará en cada familia o en cada circunstancia. La respuesta que cada una de las personas adultas demos a estas situaciones, dependerá del modelo educativo predominante en nuestra familia.

Tomemos como ejemplo uno de ellos.

Si la respuesta nuestra ante la agresión de la hermana es regañar a la supuesta agresora, lo que les estamos enseñando es con la simple acusación de una hacia la otra es suficiente para provocar un castigo. Las consecuencias que se derivan de esta escena para cada una de ellas parecen predecibles, y por supuesto, no se resuelve el conflicto, todo lo contrario, y tampoco refuerza el papel de líder del adulto. Las opciones posibles son varias, en algunas ocasiones será mejor no intervenir y que sean ellas las que resuelvan el conflicto por sí solas, en otras ocasiones podemos pedir la versión de ambas respetando los turnos de palabras y hacer que ellas mismas lleguen a ver las consecuencias de esa agresión, finalizando con un acuerdo común para la próxima ocasión en la que se dé una situación similar y no con una disculpa forzada y dirigida por parte de la persona adulta.

Solucionarles a menudo los problemas a nuestros/as hijos/as, imponerles una solución unilateral o ser poco objetivo en nuestra respuesta ante cualquier situación similar a las anteriores, puede acarrear con bastante probabilidad consecuencias negativas en la relación de confianza, en la predisposición a compartir sus opiniones y emociones, en su propio autoconcepto y autoestima, en su capacidad para resolver situaciones conflictivas o retadoras y, en último término, en su madurez emocional.

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Lunes 25 de febrero en Avilés 
de 11:00h a 13:00h
de 17:00h a 19:00h
Miércoles 27 de febrero en Cadavedo de 
17:00h a 19:00h
Miércoles 6 de Marzo en Gijón 
de 11:00h a 13:00h
de 17:00h a 19:00h

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