Cuando hablamos de educación, es muy fácil que dirijamos la atención al sistema educativo refiriéndonos a lo académico, a las escuelas e institutos, incluso centros de formación profesional y universidades, y pareciera que eso son los ámbitos en los que se educan a los niños, niñas y jóvenes.
Si nos vamos a la definición de educación que nos aporta la Real Academia Española, observamos dos acepciones distintas. Por un lado, habla de crianza, enseñanza y doctrina que se da a los niños y a los jóvenes, sin hacer referencia a quién ejerce esa función, aunque podemos afirmar sin miedo que la figura principal en la crianza y aprendizaje son los progenitores y por otro lado la define como la instrucción por medio de la acción docente. Esta última definición es la más utilizada e incluso podemos observar cómo se usa para clasificar distintos ciclos formativos o asignaturas (educación primaria o secundaria, educación especial, educación física, etc.).
¿Qué trascendencia puede tener esto? Probablemente sean muchas y no es mi intención hacer un análisis exhaustivo del asunto, pero sí quiero poner el foco en una de ellas, la confusión sobre quién son los responsables de educar a los niños y niñas. Seguramente que hemos oído más de una vez esa discusión entre padres y profesores en la que ambos exigen al otro que ejerzan su función como educadores, refiriéndose indistintamente tanto a aspectos académicos como de convivencia. Yo aún hoy no tengo claro dónde finaliza la función de uno y comienza la del otro en cada uno de esos aspectos, pues los padres y madres enseñamos a nuestros hijos e hijas gran cantidad de contenido académico en el día a día y los profesores y profesoras hacen lo propio con las normas de convivencia. Ahora bien, donde sí me voy a pronunciar es en que la educación como crianza es una responsabilidad de los progenitores (o adultos responsables del niño o niña) y de cómo se ejerza esa crianza va a depender mucho el bienestar de ese niño o niña, y no solo eso, sino también la manera de estar en el mundo de ese/a joven, la forma de relacionarse con los demás, con su pareja y sus hijos e hijas, y en último término, del tipo de sociedad que se va construyendo.
Echemos un vistazo a ojo de pájaro a la sociedad en la que vivimos. Sin duda podemos presumir de haber avanzado mucho en estos últimos 50 o 100 años, desde luego contamos con recursos que hacen más cómodo nuestro día a día, han mejorado las condiciones higiénicas y sanitarias que ha provocado que vivamos más años, es difícil encontrar a alguna persona analfabeta y nunca ha habido tantas personas con formación superior y universitaria. Aun así, esta nueva situación no está exenta de sufrimiento, y digo yo, de mucho sufrimiento. Contamos con la tasa más alta de problemas del estado de ánimo y de ansiedad, el suicidio se ha postulado como una solución a los problemas, el consumo de psicofármacos es el más alto de la historia y la violencia sigue siendo una forma rápida de conseguir nuestros objetivos o al menos de intentar drenar nuestra frustración e impotencia.
Si exploramos un poco más la raíz donde se gesta este escenario, podemos observar que existe una relación directa entre la manera que tenemos de relacionarnos en nuestra familia con lo descrito someramente de la sociedad actual en “el mundo desarrollado”. Igual ya me habéis oído hablar de Marca Familia, con ello me refiero al recipiente que construimos cada uno de nosotros para albergar a nuestra familia, tengamos hijos o no. Cualquier persona forma en sí mismo ese recipiente, si vivimos en pareja lo construiremos juntos teniendo como pilares nuestros valores y nuestros principios. Decidimos cómo queremos relacionarnos y enseñamos al otro cómo queremos que se relacione con nosotros. Si te pregunto cómo te gustaría que se relacionara la gente contigo es muy probable que aparezca la palabra respeto y, aunque puede tener distintas connotaciones, ninguna se acerca a los gritos, a los desprecios, a las humillaciones, a las comparaciones, a las amenazas, a los insultos, a los chantajes ni a las agresiones. Sin embargo, sí que vemos ejemplos de estas conductas en cada hogar, en esos donde están creciendo los niños y niñas que forman esta sociedad de la que hablamos. Por tanto, ese recipiente que los alberga, esa Marca Familia (que sigue existiendo, aunque sea poco sana) es la que sirve de modelo de relación ahí fuera.
«La educación como crianza es una responsabilidad de los progenitores (o adultos responsables del niño o niña) y de cómo se ejerza esa crianza va a depender mucho el bienestar de ese niño o niña»
Son muchas las circunstancias que rodean a cada familia y que permiten justificar en cierto modo todo esto. No seré yo quien juzgue a nadie, que cada uno observe su propio recipiente, su propia Marca Familia. Ahora bien, las justificaciones de nuestras decisiones no nos eximen de la responsabilidad que tenemos como adultos de criar y EDUCAR de manera sana a nuestros hijos. Ahí está la clave, hagamos cada uno nuestra parte. Yo intento construir cada día un recipiente que se ajuste a mis valores y, las circunstancias que hacen que a veces aparezcan grietas, son las oportunidades que se presentan para seguir avanzando y aprendiendo, insisto YO HAGO MI PARTE.
Si sigo profundizando un poco más en esa base, en esa raíz, me doy cuenta de que se trata de nosotros mismos. Yo como individuo de qué soy consciente. Un dicho popular dice algo así, “vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el propio”. No voy a entrar en lo que vemos o dejamos de ver en los demás, quiero centrarme en aquello que vemos o no vemos de nosotros mismos. ¿Realmente nos conocemos? ¿Podemos decir que nuestras decisiones son respuestas conscientes o son reacciones ante las circunstancias presentes? Aceptamos como “normal” aquellas situaciones que son frecuentes en la sociedad, y uniéndolo con lo dicho al inicio del artículo, acabamos normalizando el sufrimiento sin ser conscientes de ello. Esto se trata de nosotros, de cuestionarnos si realmente llevo las riendas (muchas veces condicionan por supuesto, pero siendo consciente de ello) o formo parte de Matrix (para quien no haya visto la película, hace referencia a un mundo que solo es real para los que viven en él sin ser conscientes de la verdadera realidad).
Quiero que mis hijos sean responsables mientras yo miento o culpabilizo a otros, quiero que sean respetuosos, pero yo los grito o los amenazo, quiero que sean independientes y no los permito que exploren, quiero que sean empáticos a la vez que me oyen juzgar a otras personas y todo esto lo hago a diario sin darme cuenta. Dedico sus dos primero años de vida a enseñarles con mucho entusiasmo a caminar y a hablar y luego quiero que estén el resto del tiempo quietos y calladitos. No acepto verdaderamente la individualidad de mis hijos, aunque presumo de aquello que les hace diferente al resto de los hijos de los demás, sin embargo, cuando llegan a la adolescencia digo que todos son iguales (igual de rebeldes y problemáticos). De todas estas maneras y muchas otras más estoy alimentando ese sufrimiento y soy parte activa de esa transmisión y, lo peor de todo es que no estoy siendo consciente, no veo mi viga.
¿Qué hace que no sea capaz de ver esa viga? Probablemente no sea una única variable la que influya en mantener esa “ceguera”. Está alimentada por la propia vorágine en la que vivimos, por el sistema académico centrado en resultados, por un ámbito sanitario con dedicación prácticamente exclusiva en la enfermedad y poco enfocada en la prevención, por los servicios de intervención social intentando enfriar pavesas mientras se mantienen los grandes incendios, por un sistema judicial que intenta hacer lo propio y por los dirigentes políticos de los que nada voy a decir. Con este escenario, no resulta fácil ver y diría más, la propia ceguera se resiste a cambiar. Supone un gran esfuerzo para cada componente de la familia el cambio de actitud en la crianza al que igual no estamos dispuestos, pero como decía antes, todas estas circunstancias no nos eximen de nuestra responsabilidad. Voy a compartir con vosotros un ejemplo: seguro que conocéis a alguna pareja que se encuentra en un proceso de separación o que ya se han separado y que tienen uno o más hijos. Cabe pensar que la separación en sí misma es la solución ante una situación de conflicto en la pareja durante tiempo y que no han podido o querido resolver de otra manera. Hasta aquí probablemente no haya nada que decir, o sí dado el número de separaciones que hay en la actualidad y que tiene que ver con lo dicho hasta ahora de la Marca Familia, pero mi objetivo es otro. Si realmente fuera la solución, el trato entre los progenitores a partir de ese momento sería cordial pues solo prima el interés de los hijos, ¿no es así? Pues bien, la realidad es que los juzgados de familia están atascados con expedientes de separación en los que los progenitores dedican cinco, seis o incluso más años en los que cualquier mínimo desacuerdo se convierte en un foco de conflicto que alimenta los anteriores y que se alejan cada vez más del bienestar de los hijos y, lo más triste, del de ellos mismos. Pero ¿creéis que son conscientes de ello? NO. Y no son conscientes porque viven con esa ceguera desde antes y transmiten sin darse cuenta también ese efecto a sus hijos e hijas, lo que hace que se mantenga generación tras generación. Qué decir de la convivencia en la mayoría de las familias, del aumento desproporcionado de diagnósticos de TDAH en niños y niñas incluso con tratamiento farmacológico, de la violencia filioparental o intrafamiliar, del bullying, del suicidio infantil y juvenil, de las adicciones en jóvenes y de la violencia de género en edades tempranas.
No pretendo hacer de estas situaciones un uso sensacionalista, aunque ahí están los datos, tampoco quiero ser reduccionista en cuanto a las causas que lo provocan, hay que tener en cuenta otras como la pobreza, la psicopatología o la genética, pero estaréis conmigo que se minimizarían si fuésemos capaces de cambiar la sociedad en su conjunto y solo podemos hacerlo si cambiamos cada uno de nosotros. La pregunta que me surge ahora es ¿Cómo hacemos eso? Como padres y madres lo hacemos todo lo bien que sabemos y podemos, eso sin duda, ahora bien, como vengo diciendo durante todo el post, el primer paso es darse cuenta. Si tomo consciencia de que me gustaría dirigir la relación con mi familia de otra manera y no sé cómo hacerlo, tengo a mí disposición una gran cantidad de recursos que me ayudan en el proceso, sin embargo, si me mantengo en esa ceguera, evidentemente no voy a acercarme a ellos por accesible que sean.
Muchas madres y padres me preguntan qué tienen que hacer cuando sus hijos hacen tal o cual cosa, cómo actuar cuando hay tensión en casa o qué estrategia es la más adecuada para que sus hijos obedezcan. Mi respuesta siempre es la misma: no se trata de herramientas. Las herramientas son útiles y necesarias y al igual que para clavar un clavo necesitamos un martillo, para solventar una dificultad en la crianza también disponemos de estrategias, ahora bien, ni todos los martillos son iguales y por tanto los hay más adecuados y menos dependiendo del tipo de clavo, tampoco todas las superficies sobre la que deseamos clavarlo son idénticas, unas son más duras, otras más blandas, unas más gruesas, otras más finas. A veces lo que cambia es nuestra posición ya que tendremos que adaptarnos a la altura donde queramos clavarlo dependiendo de nuestra estatura. Como vemos, existen muchas variables que hacen particular el hecho de clavar un clavo, incluso la destreza o experiencia que tengamos en ello, por tanto, no podemos ni debemos utilizar una misma herramienta para todas las situaciones que nos surjan en el día a día con nuestros hijos e hijas pues tendremos muchas probabilidades de errar en nuestro objetivo.
¿Cómo nos podemos acercar entonces a esa tan anhelada manera de educar? La clave está en:
- Conocernos a nosotros mismos, nuestros miedos y expectativas sobre ellos, nuestras respuestas más probables atendiendo a la emoción que sentimos en cada momento, nuestra manera de comunicarnos, etc.
- Conocer a nuestros hijos y aceptar su idiosincrasia. No pretender cambiarlos, pretendemos educarlos.
- Tener claro hacia dónde nos queremos dirigir, cuál es nuestro objetivo. Queremos que nuestros hijos e hijas sean felices, independientes, responsables, buenas personas, etc. pero para eso hay que entrenar durante años, ningún equipo gana un campeonato jugando un único partido y menos sin un trabajo previo.
- Poner el foco no tanto en la conducta sino en la necesidad que hay debajo. Dos niños distintos pueden hacer lo mismo, siendo aceptable o inaceptable para sus padres, pero los motivos que le llevaron a ello pueden ser radicalmente diferentes. Igual ocurre con cada uno de nuestros hijos e hijas que repite la conducta en momentos diferentes, las circunstancias son propias de cada instante.
- Atender al efecto que provoca nuestra respuesta tanto a corto como a largo plazo. Con un castigo podemos conseguir que no repita la conducta que lo motivó a corto plazo (al menos no delante nuestra) pero seguro que se ve afectada la relación, sin embargo, hacerles partícipes del efecto que tiene para nosotros o para otras personas puede igualmente modificar su conducta y además les mostramos con el ejemplo lo que significa el respeto.
- Conocer que el tipo de relación que establezco con cada uno de mis hijos e hijas en cada momento depende al 100% de mí.
- Aceptar que me voy a equivocar pues siempre somos novatos en esto de educar (y eso es lo apasionante si lo queremos ver como un reto que nos ayuda a crecer y a construir una sociedad mejor).
- Ejemplo, ejemplo y ejemplo con coherencia (al menos la mayor parte del tiempo).
La formación es no sólo un buen recurso sino algo necesario diría yo pues, como decía, todos somos novatos en esto de ser padres y madres en una sociedad como esta. Otra buena opción es el compartir experiencias con otras familias conscientes que nos ayudan a ir solventando las dificultades que surgen en el camino y, por qué no, también podemos acudir a profesionales que nos orienten cuando la situación se complica. Todas estas estrategias están orientadas a que nosotros los adultos tomemos esas riendas y dirijamos nuestra vida y nuestra familia en la dirección que deseamos teniendo como pilar fundamental el respeto a uno mismo y a los demás.
El trabajo empieza por uno/a mismo/a, más tarde se traslada a la pareja si existe y por último a los hijos. No podemos pretender que nuestros hijos se eduquen solos sin unos buenos referentes adultos, no podemos delegar esa responsabilidad a otras personas como profesores, entrenadores, instructores, etc. aunque también pueden y deben hacer su parte, confiar en la suerte no es más que dejar que las reglas de la probabilidad actúen aunque reconozco que la confianza es necesaria, culpar a la sociedad, al “sistema”, a los políticos, etc. es un escudo sobre el que resguardar nuestra incapacidad que no ayuda en nada a nuestra familia hoy. Ahora bien, ¿qué pasaría si fuésemos personas conscientes y responsables? ¿qué ocurriría si nuestros hijos crecieran con una Marca Familia fortalecida y consciente? ¿nos gustaría que los amigos y amigas nuestros y de nuestros hijos e hijas también crecieran en “recipientes” responsables? ¿Es posible que algunos/as de ellos/as fuesen los profesores o entrenadores de nuestros hijos e hijas? Podéis imaginar a dónde quiero llegar, pero volvamos al comienzo. No puedo llegar hasta esa fantasía si no hago mi parte en el presente. HAGAMOS CADA UNO LO QUE ESTÁ EN NUESTRA MANO.