“Mi hijo tiene miedo, pero ya se le pasará” o “A la mía le asusta mucho eso, pero es normal” o quizás “Estos tenían miedo y se les pasó cuando se hicieron un poco más mayores”, son comentarios propios de cualquier madre o padre actual, tal vez también lo decían aquellos que ya han estrenado su rol de abuelos.
Los miedos en la infancia son habituales y podemos reconocer que hay algunas situaciones que son temidas por un porcentaje importante de niños y niñas, por ejemplo, la separación de los adultos de referencia, la oscuridad, los monstruos, ciertos animales, las alturas, etc. Es muy probable que ya hayamos oído en alguna ocasión cuál es la función de estos miedos y que por tanto los convierten en necesarios y útiles, tanto más cuando los interpretamos como un recurso evolutivo que sirve “al cachorro” para protegerse de los depredadores y avisar a sus progenitores de una posible amenaza. Efectivamente eso es así, nuestro cerebro no entiende de amenazas reales o ficticias y reacciona exactamente igual puesto que el objetivo es la supervivencia y no que el niño o la niña esté libre de emociones desagradables.
También sabemos que ciertos miedos de los más pequeños son aprendidos por imitación de sus padres, no deja de ser también un proceso de supervivencia, en este caso por aprendizaje vicario. Aunque existen diferencias individuales en los niños en cuanto a la vulnerabilidad para sentir miedos, se ha evidenciado una relación directa entre la respuesta que damos los padres a ciertos estímulos, por ejemplo, el apartarnos e impedir que nuestros hijos se acerquen a un perro y la aparición de miedo a los perros por parte de nuestros hijos.
«Nuestro cerebro no entiende de amenazas reales o ficticias y reacciona exactamente igual puesto que el objetivo es la supervivencia y no que el niño o la niña esté libre de emociones desagradables«
Miguel Angel Jiménez
Mi objetivo en este post no es tanto poner el foco en cómo se generan los miedos en los niños y niñas, aunque es interesante que los adultos seamos conscientes de nuestra responsabilidad en la aparición y mantenimiento de alguno de ellos, sino más bien en la respuesta que damos cuando se presentan.
Si yo te preguntara “¿cómo harías para que un niño deje de tener miedo a los perros?” probablemente lo primero que aparece en tu cabeza es que se enfrente al miedo, tal vez comenzando con una persona que transmita seguridad al niño como puede ser el padre o la madre y empezando con perros de tamaño pequeño, a una distancia determinada y durante un tiempo limitado. Pues bien, eso es lo que en psicología se conoce como desensibilización sistemática, o lo que es lo mismo, habituarnos poco a poco a una situación temida teniendo el control sobre ella. Con esta técnica lo que aprende el cerebro de nuestro hijo es que el perro no es necesariamente una amenaza real y por tanto puede sustituir la respuesta de miedo por la de confianza. He de ser honesto y reconocer que no es tan sencillo como lo expuesto, exige valorar las características particulares del niño y, sobre todo, no tener prisa en la consecución de los objetivos pues es muy probable que sea necesario replantear alguno o volver a pasos previos que ya parecían superados.
Ahora bien, volviendo a las primeras líneas del artículo, ¿por qué razón no nos ocupamos de acompañar a nuestros hijos e hijas cuando son pequeños en aquellas situaciones que les generan miedo? Se me ocurren varios motivos:
- Es posible que minimicemos el efecto que produce en ellos
- Tal vez los evaluemos desde un criterio adulto por lo que parezcan absurdos
- Incluso podría ser que no tengamos herramientas o estrategias adecuadas para acompañarlos
- Siempre nos podemos consolar con la creencia de que desaparecerán a medida que crecen
Permíteme seguir con mi reflexión utilizando un ejemplo cualquiera. Supongamos que mi hija con cuatro años tiene miedo de ir por el pasillo de casa sola. Bueno, no es para tanto, siempre la podemos acompañar y listo (no voy a extenderme en la opción en la que valoro que es una tontería e incluso amenazo, fuerzo o grito a mi hija para que lo cruce sola, podéis suponer qué consecuencias podría tener para ella a corto y medio plazo y por supuesto también para mi relación con ella). Pues bien, decido que la acompaño cada vez que precise cruzar el pasillo, en ocasiones será la madre la que acuda u otro miembro de la familia. Como podéis imaginar, la niña sólo se expone a un miedo anticipatorio cuando va a cruzar el pasillo y la solución pasa por llamar a sus padres, a partir de ahí todo solucionado, “total, cuando crezca un poco más se le pasará”. Y es cierto, se le pasará tarde o temprano con una alta probabilidad y habrá superado un miedo que es propio de los 3 a 6 años quizás a los 9 o 10 años, no pasa nada, el caso es que lo ha superado. ¿Todo bien? ¿Quizás te “rechina” algo?
Sigo. Ciertos miedos son más frecuentes en determinadas edades, por ejemplo, el miedo ante la separación se suele manifestar antes de los tres años y aquellos que tienen que ver con la imagen pública son más propios de la adolescencia.
Retomando mi ejemplo, ahora mi hija ha superado ya el cruzar el pasillo, pero le cuesta muchísimo hablar ante los compañeros de clase cuando tiene que salir a la pizarra o el profesor le pide que exponga algo. “Bueno, también es normal, a mí también me pasaba” pienso yo. El problema es que ahora no podemos acompañarla, confiemos en que el profesor sea benevolente con ella, seguro que también acabe superándolo con el tiempo como me ocurrió a mí (“no voy a reconocer que aún hoy tengo dificultades para hablar en público”). Tras haberse puesto muy nerviosa en clase y comenzar a llorar, el profesor ha decidido que ella no salga a hablar en público confiando que sea algo temporal, nos ha mandado una nota para explicarlo.
Poco a poco ha ido mejorando en eso de hablar en público, no todos los profesores la permitían quedarse sentada, en alguna ocasión ha bajado la nota por no ser capaz de salir. Ahora ya está en el instituto y parece que le preocupan otras cosas. Le ha dicho a la madre que tiene miedo a que los demás piensen de ella que es infantil, ¡¡uff, esto no se va a acabar nunca!!
Seguro que podría seguir con el ejemplo largo y tendido, no pretendo aburriros.
Como hemos podido ver, muchos miedos que aparecen a lo largo del desarrollo de nuestros hijos desaparecen “solos” a medida que cumplen años y podríamos sostener que no ocurre nada. Es cierto, no ocurre nada si únicamente nos estamos fijando en el hecho de que supera ese miedo tarde o temprano. Mi pregunta es: “¿qué estrategia está aprendiendo mi hija para enfrentarse a sus miedos? Efectivamente, dejar pasar el tiempo. Habrá miedos que se superen así, incluso que sea muy recomendable dejar pasar un poco de tiempo para que desarrolle ciertas capacidades con las que aún no cuenta y que le van a ayudar en ese proceso, pero si esa es la estrategia habitual, no habrá entrenado la capacidad de generar herramientas propias y se verá obligada a recurrir al apoyo de otras personas para acompañarla en cada situación temida o evitar enfrentarse a ella huyendo de todo aquello que le produzca miedo.
Como ya podéis anticipar, no todos los miedos se superan con el tiempo, muchos se mantienen a lo largo de la vida y pueden convertirse en un lastre que limite nuestro día a día. Este es el efecto directo que produce el hecho de no enfrentarnos a nuestros miedos, pero ¿es el único? claro que no. No es preciso profundizar mucho para darnos cuenta de qué consecuencias puede tener en la autoestima del niño y en su autoconfianza. Volviendo al ejemplo anterior, si mi papel como adulto de referencia no se centra en intentar eliminar o minimizar el malestar de mi hija cuando se tiene que enfrentar a cruzar un pasillo a oscuras, sino más bien en acompañarla en este reto ofreciéndola cierta seguridad y confianza para que sea capaz de enfrentarse a ello, conseguirá atravesar el pasillo, aprenderá a que el miedo no es necesariamente una limitación y que ella puede enfrentarse a ese tipo de situaciones con éxito. Si esto ocurre durante sus primeras etapas del desarrollo, es mucho más probable que se enfrente al miedo a hablar en público, a mostrarse ante los iguales durante la adolescencia o intentar optar a un nuevo empleo sin necesidad de mi presencia o de cualquier persona de referencia.
Seguro que con lo dicho hasta ahora podemos extraer algunos tips de cómo ayudar a nuestros hijos e hijas a enfrentarse a sus miedos, veamos algunos:
- Dirigirnos a ellos con serenidad transmitiendo mensajes de confianza.
- No tener prisa por que lo consigan, no presionar en exceso.
- Transmitirles que es importante para nosotros.
- Hablarles del miedo como una emoción más que intenta protegernos y que es importante aprender a regularla (podemos utilizar recursos como películas, cuentos, historias, etc.).
- Servir de modelo compartiendo nuestros miedos con ellos.
- En los casos que sea posible, anticiparnos a la situación y establecer un plan de acción.
- En niños más pequeños podemos utilizar objetos de seguridad como peluches o juguetes.
- Reconocer sus logros por pequeños que nos parezcan, NO juzgar NI etiquetar.
- Echar mano de experiencias previas en las que superaron una situación temida.
- Buscar estrategias y herramientas que han servido a otras personas en situaciones similares (puede ser de gran ayuda preguntar a familiares y amigos sobre sus experiencias en situaciones temidas).
Todo el tiempo que dediquemos a ayudarlos a enfrentarse a sus miedos cuando son más pequeños, revertirá proporcionalmente cuando sean más mayores (al igual que ocurre en infinidad de aspectos de la educación de nuestros hijos e hijas). Retomando las primeras líneas de este artículo, frases como “Mi hijo tiene miedo, pero ya se le pasará”, “A la mía le asusta mucho eso, pero es normal” o “Estos tenían miedo y se les pasó cuando se hicieron un poco más mayores”, quizás podamos ahora cuestionarlas, y sustituirlas por otras que nos sirvan de oportunidades para acompañarlos en su camino de crecimiento y madurez aunque eso exija que nos enfrentemos nosotros a las emociones que nos genera ver a nuestros hijos e hijas vivir experiencias desagradables.