Hoy quiero compartir contigo un cuento…
Hace ya mucho tiempo, en algún lugar donde tu imaginación te lleve, vivía un rey arquero.
Siempre que sus obligaciones con la corte se lo permitían, dedicaba su tiempo a esta afición. Una mañana de primavera, acompañado de su más leal armero, se dirigió al bosque con la intención de abatir alguna pieza y, sobre todo, disfrutar de su gran pasión.
Una vez adentrados en el majestuoso bosque de árboles centenarios el rey se percató que muchos de ellos tenían pintada una diana en su tronco, y, en todas, había clavada una flecha justo en el centro.
“¡Imposible! ¿quién era aquel arquero tan preciso?”. Quería saber quién podía hacer una hazaña como esa. De inmediato ordenó averiguar el autor de aquello y pidió a la guardia real que lo trajeran ante él. Justo después del amanecer, a la mañana siguiente, el responsable de la guardia solicitó permiso al rey para presentarle al arquero que buscaba. Se encontraba impaciente de conocer a aquel experimentado tirador, pero su sorpresa fue mayúscula cuando vio a un joven de tan sólo diecisiete años escoltado por la guardia con gesto de miedo, temeroso de que el rey le impusiese algún castigo por pintar los árboles del bosque del reino.
- “¿Tú eres el arquero que ha lanzado las flechas a los troncos de los árboles del bosque?” preguntó el rey.
- “Sí majestad”, respondió el joven con voz temblorosa.
- “¿Quién te ha enseñado a tirar con tal precisión?”
- “Mi padre, señor”
- “Buen trabajo. Quiero que me digas el secreto para conseguir acertar en el centro de cada una de las dianas”
- “Muy fácil majestad, yo primero lanzo la flecha y después pinto la diana alrededor”
- …
Este pequeño cuentito, además de hacerme reír, ha conseguido hacerme reflexionar sobre algún aspecto relacionado con la educación de nuestros hijos.
¿Es tan buen arquero el muchacho? Claramente no.
Me pregunto yo si, como padre, hago lo mismo que el padre del cuento, es decir, intentar modificar todo lo posible el entorno para que sea fácil y cómodo para mis hijas o, por el contrario, les proporciono en la medida de mis posibilidades herramientas para que estén lo más preparadas posibles para las circunstancias de su vida.
La infancia es un periodo de aprendizaje y de entrenamiento para la etapa adulta. Sin duda, estoy hablando de aquellas situaciones familiares en las que predomina un grado de seguridad y protección adecuado. Nadie discute que aquellos menores que crecen en contextos de violencia y/o negligencia se ven obligados a aprender y a entrenar directamente en el campo de batalla. Evidentemente eso supone un riesgo muy alto y en ocasiones con un coste dramático.
Volviendo a la cuestión, ¿qué ocurre si “dulcificamos” todas las situaciones que suponen una oportunidad de aprendizaje para nuestros hijos? No aprenden. Nunca podrán dar en el centro de la diana salvo por azar, mal compañero para ciertas situaciones. Se verán obligados a buscar siempre a alguien que pueda solucionarles el problema o se dejarán arrastrar por la propia situación con la falsa creencia de que no pueden hacer nada para cambiarla o incluso, aferrándose al pensamiento mágico de que aquello se solucionará solo. Esto me lleva a la responsabilidad, un valor fundamental en la crianza de nuestros hijos, ese es sin duda nuestro objetivo. Yo quiero que mis hijas sean independientes y felices, pero si no son responsables las probabilidades de que sean ellas las que lideren su propia vida descienden drásticamente. Asumir la responsabilidad no es una cuestión de niños o adultos, tanto nuestros hijos como nosotros como adultos debemos asumir la responsabilidad sobre aquello que nos compete. No esperemos a que crezcan para que asuman responsabilidades.
¿Y si nunca dan en el centro de la diana?
¿No voy a protegerle de ese sufrimiento?
“Entre Pepín y Pepón está Pepe” me decía en una ocasión un familiar al que tengo que agradecerle unas cuantas frases y refranes muy sabios. Si solucionamos o adaptamos su entorno para que no entren en conflicto no entrenan para situaciones del futuro y no desarrollan estrategias para sentirse capaces. Si, por el contrario, somos muy exigentes y no adaptamos las circunstancias a su capacidad o nivel de desarrollo, generará un estado de indefensión aprendida. Al igual que si quisiéramos enseñarles a tirar con arco, no comenzaríamos con una diana muy pequeña y lanzando desde una gran distancia, iríamos poco a poco incrementando la dificultad para buscar siempre el equilibrio entre la frustración provocada por el error y la satisfacción del éxito. O, dicho de otro modo, intervendremos más en aquellas situaciones que sobrepasan su capacidad y permitiremos que sean ellos los que intenten resolver el problema si pueden hacerlo. Una vez más, el trabajo debe ser nuestro como padres para darnos cuenta en ese momento y frenar nuestro instinto sobreprotector.
Parece que no tiene mucha trascendencia el hecho de “pintar dianas” pero no es así. Es tamos dificultando que nuestros hijos sean autónomos e independientes, que generen estrategias para resolver situaciones conflictivas, que crezcan con una buena autoestima, que sientan que el error no es igual que fracaso, sino que es una oportunidad para aprender y seguir intentándolo, que sientan que son igual de capaces que el resto para buscar una solución o desarrollar una destreza y, cómo no, que pueden contar con nosotros cuando las situaciones les sobrepasa.
¿Y qué repercusión tiene para nosotros como padres? Cuando son pequeños, muy pequeños, somos los padres los que nos vemos obligados a asumir todo lo que rodea a nuestros hijos. A medida que van creciendo, van adquiriendo ciertas habilidades que le permiten realizar infinidad de tareas, pero en esos momentos y hasta que van perfeccionando su destreza, dedican mucho tiempo y por eso acabamos haciéndolo los adultos, pero si son ellos los que lo entrenan, antes serán habilidosos y nos liberarán antes de esa tarea. Pero la consecuencia que me parece más trascendente no está en liberarnos de más o menos tiempo, de ocuparnos de más o menos cosas, sino de no asumir aquellas responsabilidades que pueden ser asumidas por ellos y, sobre todo, que nuestro rol de padre o madre signifique para ellos el de apoyo y no el del adulto solucionador que los anula o los limita.